Una excelente pedagogía basada en que “lo público no es de
nadie” ha calado hondo en los electores, que se dejan robar sin el menor
escándalo. Los casi 1000 millones de euros que al parecer han sido sustraídos a
los trabajadores en paro a través de la trama de los ERE en Andalucía y los
millones sustraídos por la trama Gürtel, y la caja B que durante 18 años evadió
impuestos y recaudó comisiones ilegales para financiar al PP no han tenido
apenas consecuencia en las urnas.
Tomar el café con el destape de un nuevo caso de corrupción es lo normal y ya hemos perdido la cuenta de la cantidad y nombre de las operaciones policiales contra la mafia política-empresarial. Sin embargo, los votantes siguen manteniendo un alto grado
de fidelidad hacia quienes les han robado. Por su parte y cumpliendo a rajatabla el manual del político sinvergüenza, los ladrones no tienen por qué dimitir y mantienen a buen recaudo, más allá de las fronteras nacionales, las fortunas que han amasado a costa del trabajo y los impuestos de todos.
Ante la constatación de estos hechos es normal que los políticos
salpicados por estos escándalos -imputados, investigados, e incluso
condenados-, mantengan la frente alta: saben que tienen de antemano la absolución
de quienes les permiten robar y alimentan con cada uno de sus votos el estado de corrupción generalizada en la que malvivimos.
Mientras no tengan una derrota brutal que les despeñe - política y democráticamente- por las escaleras del congreso, seguirán robando. No quieren defraudar a quienes fieles a su cita con la democracia cada 4
años, seguirán celebrando la fiesta democrática doblando las infectas papeletas con sus siglas para desvirgar una
y otra vez las rajas de las urnas hasta hacerlas estallar de gozo.
Habrá que admitir aquello de que “los pueblos tienen los
gobernantes que merecen”.
Por desgracia parece que así es.
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