Se miró al espejo y supo que no estaba preparado para la ocasión.
Habría sido demasiado obsceno y demasiado notorio salir sin más. Hubiera quedado
excesivamente pornográfico y habría perdido su capacidad de escandalizar, de transgredir
las normas pactadas. Entonces tomó el
kit imprescindible para ocultar su verdadero ser, para velar sus deseos inconfesables y confesados, pero que no podía dejar traslucir allí, porque en
aquel lugar tenía que representar otra verdad.
Cogió el rímel del miedo y alargó sus espesas pestañas hasta
el infinito. El resultado fue estremecedor. El lápiz del apocalipsis por venir
terminó de dejarle los ojos remarcados, con la expresividad que requería la
ocasión.
Y con el colorete de la demagogia tapó las señas que el tiempo había
dejado en su rostro. No se preocupó demasiado por las cejas porque quedarían
por detrás del arco de pasta de las gafas.
Escondió los pezones en un sudario de mentiras calculadas y
se cubrió las espaldas con el olvido fácil, la amnesia ajena y la esperanza de
un tedio que llegaría pronto para desdibujar las promesas no
cumplidas. Escondió su sexo, lo estranguló al enfundarse en un calzón de
pequeñas verdades. Al disimular el falo quedarían igualmente encubiertas las
razones de todo aquel ejercicio de falsedad programada, de ficciones dirigidas
a distancia.
Por último, con un batón resistente a la autocrítica retocó
cuidadosamente sus labios.
Se miró en el espejo una vez más antes de que llegara el
coche oficial que le llevaría al “political-deluxe”.
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